Hacia 1823 o 1824, Edgar pone
todas las fuerzas de sus quince años en esos versos. Algunas jovencitas de
Richmond habrán de recibirlos, especialmente las alumnas de cierta elegante
escuela; su hermana Rosalie -adoptada por otra familia de Richmond- se encarga
de hacer llegar los mensajes a las agraciadas. Pero el precoz enamorado tiene
tiempo para otras proezas. La enorme influencia de Byron, modelo de todo poeta
joven en esta década, lo inducía a emularlo en todos los terrenos. Ante la
estupefacción de camaradas y profesores, Edgar nadó seis millas contra la
corriente del río James y se convirtió en el efímero héroe de un día. Su salud
era entonces excelente, después de una infancia algo enfermiza; y su cargada
herencia sólo se manifiesta en detalles de precocidad, de talento anormalmente
desarrollado, en un carácter donde el orgullo, la excitabilidad, la violencia
que nace de una debilidad fundamental, lo estimulaban a adelantarse en todos los
caminos y a no tolerar competidores.
En aquellos días conoció a Helen,
su primer amor imposible, su primera aceptación del destino que habría de signar
toda su vida. Decimos aceptación, y será mejor explicarse desde ahora. Helen es
la primera mujer -en una larga galería- de quien Edgar Poe habría de enamorarse
sabiendo que era un ideal, y enamorándose porque era ese ideal y
no meramente una mujer conquistable. Mrs. Stanard, joven madre de uno de sus
condiscípulos, se le apareció como la personificación de todos los sueños
indecisos de la infancia y las ansiosas vislumbres de la adolescencia. era
hermosa, delicada, de maneras finísimas. "Helen, tu belleza es para mí como esas
remotas barcas niceas que, dulcemente, sobre un mar perfumado, traían al cansado
viajero errabundo de retorno a sus playas nativas", escribiría de ella un día en
uno de sus poemas más misteriosos y admirables. Su encuentro fue para Edgar el
arribo a la madurez. El adolescente que acudía a casa de su condiscípulo sin
otro propósito que el de jugar, fue recibido por la Musa. Esto no es una
exageración. Edgar retrocedió enceguecido frente a una mujer que le daba su mano
a besar, sin comprender lo que ese gesto valía para él. Ignorándolo, Helen le
exigió que ingresara definitivamente en la dimensión de los hombres. Edgar
aceptó, enamorándose. Su amor fue secreto, perfecto y duró lo que su vida, por
debajo o por encima de muchos otros. Exteriormente, las diferencias de edad y de
estado social condicionaron el diálogo, hicieron de esa relación un coloquio
amistoso que continuó hasta el día en que Edgar no pudo visitar más la casa de
los Stanard. Helen enfermó, y la locura -ese otro signo siempre latente en el
mundo del poeta- la alejó de sus amigos. Al morir en 1824 tenía treinta y un
años. Hay una historia inmortal que muestra a Edgar visitando de noche la tumba
de Helen. Hay testimonios, igualmente inmortales aunque menos románticos, que
prueban el desconcierto, el dolor contenido, la angustia sin expansión posible.
Edgar callaba en la escuela, rehuía los juegos, las escapatorias; todos sus
camaradas lo notaron sin sospechar la causa, y muchos años más tarde, cuando el
mundo supo quién era él, lo recordaron en memorias y cartas.
Refugiado en casa de los Allan
(que para Edgar, despierto ya a la realidad social, no era su casa), poco
consuelo le esperaba. Su madre adoptiva lo quiso siempre tiernamente, pero
empezaba a ceder a un enigmático mal. John Allan se mostraba cada día más severo
y Edgar cada día más rebelde. Quizás entonces se enteró el niño de que su
protector tenía hijos naturales y sospechó que jamás sería adoptado legalmente.
Parece seguro que su primera reacción contra Allan nació de su cólera por la
ofensa que ese descubrimiento infería a Frances. también ésta lo supo y debió de
confiarse a Edgar, que tomó resueltamente su partido. a esta crisis se agrega el
que en aquellos días John Allan se convirtiera en millonario al heredar la
fortuna de su tío. Paradójicamente, Edgar debió comprender que sus posibilidades
de ser adoptado, y por tanto de heredar, habían disminuido todavía más. Y su
especial inadaptación empezó a manifestarse tempranamente. Incapaz de suavizar
asperezas o de conciliarse el afecto de su protector mediante una conducta
adaptada a sus gustos, emprendía un camino anárquico al que su temperamento y
sus gustos lo predisponían naturalmente. John Allan empezó a saber lo que es
tener un poeta - o alguien que quiere llegar a serlo- en casa. Su intención era
hacer de Edgar un abogado o un buen comerciante como él. No hay necesidad de
abundar más sobre la razón fundamental de todos los choques futuros.
La crisis había madurado
lentamente. Edgar era todavía el niño mimado de su madre y su bondadosa tía, y
el brillante alumno que daba satisfacción a John Allan. Por aquellos días el
marqués de La Fayette andaba recorriendo los campos de sus antiguas hazañas.
Edgar y sus camaradas organizaron una milicia uniformada y armada para rendir
honores al viejo soldado francés. Entre ejercicio y ejercicio, Edgar leía
vorazmente lo que caía a su alcance; pero no parecía feliz, y ni siquiera el
traslado a una nueva y magnífica casa que la flamante fortuna de su protector
requería, y la comodidad de una excelente habitación, bastaban para alegrarlo.
Es harto probable que sus altaneras declaraciones a John Allan sobre sus
propósitos de llegar a ser un poeta encontraron una fría, irónica respuesta en
los ojos y las palabras del comerciante. Edgar había crecido, y sus actividades
militares lo habían aguerrido e independizado aún más. la anómala situación del
hogar de los Allan apresuró el proceso. Su guardián veía ya un mozo en Edgar y
sus diálogos eran de hombre a hombre. Si Edgar le reprochó alguna vez, en nombre
de su madre Frances, las infidelidades conyugales, Allan debió a su turno
replicar con algo capaz de herir al joven en lo más vivo. Sabemos hoy cuál fue
esa réplica: una velada referencia, deshonrosa para Mrs. Poe, acerca de la
verdadera paternidad de Rosalie, la hermana menor de Edgar. Bien puede
imaginarse la reacción de éste. Pero los lazos con los Allan eran todavía
demasiado fuertes, y hubo otro intervalo de paz. Intervalo dulce, porque Edgar
acababa de enamorarse de una jovencita de bellos rizos, Sarah Elmira Royster,
que habría de representar un extraño papel en su vida, desapareciendo
tempranamente para surgir en los últimos tiempos. Pero ahora el amor era
matinal, y Elmira lo correspondía con toda la efusión compatible entonces con
una señorita virginiana. A John Allan no le gustó la idea de que Edgar llegara a
casarse con Elmira, y además había que pensar en su ingreso en la Universidad de
Virginia. Sin duda habló con Mrs. Royster, y de esa conversación en beneficio de
los hijos nació una torpe traición: las cartas de Edgar a Elmira fueron
interceptadas, y más tarde se obligó a la niña a que aceptara el presunto olvido
de su novio como prueba de desamor y se casara con un tal Mr. Shelton, que
correspondía mucho mejor que Edgar a la idea que los Allan y los Royster se
hacen siempre de los esposos adecuados. Ignorante de lo que iba a ocurrir, Edgar
se despidió de Frances y John Allan en febrero de 1826. En el camino confió una
carta para Elmira al cochero que lo llevaba a Charlottesville; fue probablemente
el último mensaje que aquélla alcanzó a recibir de él.
De la vida estudiantil de Poe hay
numerosos documentos que prueban el clima de libertinaje y anarquía de la
flamante universidad fundada con tantas esperanzas por Thomas Jefferson, y su
influencia catalizadora de las tendencias hasta entonces latentes en el poeta.
Los estudiantes, hijos de familias adineradas, jugaban por dinero, bebían,
disputaban y se batían en duelo, endeudándose con la mayor extravagancia,
seguros de que sus padres pagarían al final de cada período escolar. A Edgar le
ocurrió algo previsible: John Allan se negó desde el primer momento a enviarle
más dinero del estrictamente necesario para sus gastos escolares. Edgar se
empecinó en mantener el nivel de vida de sus camaradas, por razones bien
comprensibles entonces y en Virginia. Hasta cierto punto, tenía razón: su
protector lo había criado y educado en un nivel social que entrañaba ciertas
exigencias económicas. Proporcionarle con una mano la mejor educación de la
época y negarle con la otra el dinero necesario para no tener que avergonzarse
ante los camaradas sureños, revelaba no sólo falta de bondad, sino de sentido
común e inteligencia. Poe comenzó a escribir a casa pidiendo pequeñas sumas,
haciendo minuciosos estados de cuenta para mostrar a Allan que las cantidades
recibidas no bastaban para subvenir a sus gastos elementales. Si Allan maduraba
ya el proyecto de buscar motivos de querella y desentenderse finalmente de
Edgar, aprovechando la enfermedad cada vez más grave de Frances para librarse de
ese molesto obstáculo en sus proyectos futuros, no hay duda de que la conducta
de Poe en la universidad le dio amplio motivo para resolverse. Exaltado e
incapaz de reflexionar con calma en nada que no fueran materias intelectuales,
Edgar lo ayudó insensatamente. Se sumaba a ello su desesperación por no recibir
respuesta de Elmira y sospechar que ésta lo había olvidado, o que una intriga de
los Royster y los Allan lo apartaba de su novia, pues como tal la consideraba
entonces. Por primera vez oímos mencionar el alcohol en la vida de Edgar.
El clima de la universidad era tan favorable como el de una taberna: Poe jugaba,
perdía casi invariablemente, y bebía. Uno piensa en Pushkin, ese Poe ruso. Pero
a Pushkin el alcohol no le hacía daño, mientras que desde el principio provocó
en Poe un efecto misterioso y terrible, del que no hay una explicación
satisfactoria como no sea la de su hipersensibilidad, sus taras hereditarias,
esa maraña de nervios al descubierto. Le bastaba beber un vaso de ron (y lo
bebía de un trago, sin paladearlo) para intoxicarse. Está probado que un solo
vaso lo hacía entrar en ese estado de hiperlucidez mental que convierte a su
víctima en un conversador brillante, en un genio momentáneo. El segundo trago lo
hundía en la borrachera más absoluta, y el despertar era lento, torturante, y
Poe se arrastraba días y días hasta recobrar la normalidad. Sin duda, esto era
mucho menos grave a los diecisiete años; pasados los treinta, en los días de
Baltimore y Nueva York, configuró su imagen más desgraciadamente popular.
Como estudiante, Edgar fue todo lo
sobresaliente que cabía esperar. Los recuerdos de sus condiscípulos lo muestran
dominando intelectualmente aquel grupo de jeunesse dorée virginiana.
Habla y traduce las lenguas clásicas sin esfuerzo aparente, prepara sus
lecciones mientras otro alumno está recitando y se gana la admiración de
profesores y condiscípulos. Lee, infatigable, historia antigua, historia
natural, libros de matemáticas, de astronomía, y, naturalmente, a poetas y
novelistas. Sus cartas a John Allan describen con vívidas imágenes el clima
peligroso de aquella universidad, donde los estudiantes se amenazan con pistolas
y luchan hasta herirse gravemente, entre dos escapatorias a las colinas y alguna
francachela en las tabernas de los aledaños. El estudio, el juego, el ron, las
fugas, todo es casi lo mismo. Cuando las deudas de juego alcanzaron una cifra
exasperante para John Allan y éste se negó una vez más a pagarlas, Edgar tuvo
que abandonar la universidad. En aquel entonces una deuda podía llevar a
cualquiera a la cárcel o, por lo menos, vedarle el reingreso al estado donde la
había contraído. Edgar rompió los muebles de su cuarto para encender un fuego de
despedida (era en diciembre de 1826) y abandonó la casa de estudios. Sus
camaradas de Richmond lo acompañaban; para ellos empezaban las vacaciones, pero
él sabía que no volvería jamás.
Los acontecimientos se sucedieron rápidamente. El hijo pródigo encontró a Frances Allan cariñosa como siempre, pero el querido papá, como le llamaba Edgar en sus cartas, ardía de indignación por el balance de aquel año universitario. Para colmo, apenas llegado a Richmond descubrió Edgar lo ocurrido con Elmira, a quien sus padres acababan de alejar prudencialmente de la ciudad. No hay que extrañarse de que en casa de Allan la atmósfera se volviera tensa y que, apenas pasado el tácito armisticio de la Navidad y las fiestas de fin de año, la querella entre los dos hombres, que se miraban ahora de igual a igual, estallara en toda su violencia. Allan se negó a que Edgar volviera a la universidad y a buscarle un empleo, a la vez que le reprochaba su holgazanería. Edgar replicó escribiendo secretamente a Filadelfia en demanda de trabajo. Enterado de esto, Allan le dio doce horas para que decidiera si se sometería o no a sus deseos (que entrañaban la obligación de estudiar leyes o alguna otra carrera profesional). Edgar lo pensó toda una noche y repuso negativamente; siguió una terrible escena de mutuos insultos y, ante la exasperación de John Allan, su insubordinado protegido se marchó golpeando las puertas. Después de errar durante horas, escribió desde una taberna pidiendo su baúl, así como dinero para viajar al Norte y mantenerse hasta encontrar empleo. Allan no contestó, y Edgar escribió otra vez sin resultado. Su madre le hizo llegar el baúl y algún dinero. Con no poca sorpresa, Allan debió convencerse de que el hambre y la miseria no doblegaban al muchacho, como había supuesto. Edgar se embarcó rumbo a Boston para probar fortuna, y entre 1827 y 1829 se abre en su vida un paréntesis que los biógrafos entusiastas llenarían más tarde con fabulosos viajes a ultramar y experiencias novelescas en Rusia, Inglaterra y Francia. Naturalmente, Edgar los ayudaba desde más allá de la vida, pues siempre fue el primero en inventar detalles románticos que salpimentaran su biografía. Hoy sabemos que no se movió de Estados Unidos. Pero hizo, en cambio, algo que prueba su determinación de vivir conforme a su estrella. Apenas llegado a Boston, la amistad incidental de un joven impresor le permitió publicar "Tamerlán y otros poemas", su primer libro (mayo de 1827). En el prólogo sostuvo que casi todos los poemas habían sido compuestos antes de los catorce años. Cierto vocabulario, cierto tono de magia, ciertas fronteras entre lo real y lo irreal mostraban al poeta; el resto era inexperiencia y candor. Ni que decir tiene que el libro no se vendió en absoluto. Edgar debió de verse en una miseria espantosa que sólo atinó al magro recurso de engancharse en el ejército como soldado raso. Y mientras sobrevivía, melancólicamente, miraba en sí mismo y a veces en torno; fue así como reunió el material para el futuro "El escarabajo de oro", aprovechando el pintoresco escenario que rodeaba al fuerte Moultrie, en Carolina, donde pasó la mayor parte de ese tiempo y donde la adolescencia quedó irrevocablemente atrás.
Los acontecimientos se sucedieron rápidamente. El hijo pródigo encontró a Frances Allan cariñosa como siempre, pero el querido papá, como le llamaba Edgar en sus cartas, ardía de indignación por el balance de aquel año universitario. Para colmo, apenas llegado a Richmond descubrió Edgar lo ocurrido con Elmira, a quien sus padres acababan de alejar prudencialmente de la ciudad. No hay que extrañarse de que en casa de Allan la atmósfera se volviera tensa y que, apenas pasado el tácito armisticio de la Navidad y las fiestas de fin de año, la querella entre los dos hombres, que se miraban ahora de igual a igual, estallara en toda su violencia. Allan se negó a que Edgar volviera a la universidad y a buscarle un empleo, a la vez que le reprochaba su holgazanería. Edgar replicó escribiendo secretamente a Filadelfia en demanda de trabajo. Enterado de esto, Allan le dio doce horas para que decidiera si se sometería o no a sus deseos (que entrañaban la obligación de estudiar leyes o alguna otra carrera profesional). Edgar lo pensó toda una noche y repuso negativamente; siguió una terrible escena de mutuos insultos y, ante la exasperación de John Allan, su insubordinado protegido se marchó golpeando las puertas. Después de errar durante horas, escribió desde una taberna pidiendo su baúl, así como dinero para viajar al Norte y mantenerse hasta encontrar empleo. Allan no contestó, y Edgar escribió otra vez sin resultado. Su madre le hizo llegar el baúl y algún dinero. Con no poca sorpresa, Allan debió convencerse de que el hambre y la miseria no doblegaban al muchacho, como había supuesto. Edgar se embarcó rumbo a Boston para probar fortuna, y entre 1827 y 1829 se abre en su vida un paréntesis que los biógrafos entusiastas llenarían más tarde con fabulosos viajes a ultramar y experiencias novelescas en Rusia, Inglaterra y Francia. Naturalmente, Edgar los ayudaba desde más allá de la vida, pues siempre fue el primero en inventar detalles románticos que salpimentaran su biografía. Hoy sabemos que no se movió de Estados Unidos. Pero hizo, en cambio, algo que prueba su determinación de vivir conforme a su estrella. Apenas llegado a Boston, la amistad incidental de un joven impresor le permitió publicar "Tamerlán y otros poemas", su primer libro (mayo de 1827). En el prólogo sostuvo que casi todos los poemas habían sido compuestos antes de los catorce años. Cierto vocabulario, cierto tono de magia, ciertas fronteras entre lo real y lo irreal mostraban al poeta; el resto era inexperiencia y candor. Ni que decir tiene que el libro no se vendió en absoluto. Edgar debió de verse en una miseria espantosa que sólo atinó al magro recurso de engancharse en el ejército como soldado raso. Y mientras sobrevivía, melancólicamente, miraba en sí mismo y a veces en torno; fue así como reunió el material para el futuro "El escarabajo de oro", aprovechando el pintoresco escenario que rodeaba al fuerte Moultrie, en Carolina, donde pasó la mayor parte de ese tiempo y donde la adolescencia quedó irrevocablemente atrás.
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